El pequeño montículo de nata montada sobre la taza se
deshace poco a poco con el color del café, perdiendo gradualmente su forma.
Luise se desploma con desgana en el sofá sin tan
siquiera probar la taza. Para ella, no hay más que información inútil manando interminablemente
del televisor conectado en la habitación.
Incluso el periódico que hojeó a primera hora de la
mañana no dedicaba ni una mísera frase a la desaparición de su padre, el profesor
Detlev Meyrink. Hacía casi seis meses de la desaparición del padre de Luise, el
orgullo de Alemania, famoso por ser una autoridad en la ciencia espacial.
Inmediatamente después del incidente, los medios eran
un hervidero, enumerando cada mínimo detalle.
Dada la falta de motivos para la desaparición del
profesor, la tradicional riqueza de los Meyrink, y el hecho de que el profesor
iba a realizar una esperada presentación en una importante convención
científica, los medios supusieron que no se trataba de una desaparición, sino
de un secuestro con el objetivo de pedir un rescate desorbitado o de usurpar su
investigación, pero no se hizo ni una sola petición.
Así transcurrió una semana, luego un mes, y hasta seis
meses, y los medios, que tanto eco se habían hecho, abandonaron la noticia como
si nada hubiera ocurrido, Aparecían boletines y artículos esporádicos de
noticias, pero no eran más que reseñas superficiales con el mismo titular: “la
desaparición del profesor Meyrink sigue sin resolverse”.
“Los medios son muy volubles. No dicen mucho de la
gente”.
Luise apaga el televisor y toma su taza de café
vienés.
“No hacen más que presentar noticias sensacionalistas.
Es lógico que la gente se olvide”.
La tensión momentánea de su rostro no se debe
precisamente a lo amargo que sabe el café esa mañana. Vivir la desaparición de
un padre que no vuelve a dar señales de vida, predispone a mostrar dolor,
irritación y ansiedad con facilidad. Pero el comentario de Luise, cargado de
indiferencia, da la impresión de que está hablando del problema de otro.
El hecho de no poder deshacerse de su sobriedad para
enfocar el asunto de otro modo, incluso tratándose de su padre, hace que Luise
se odie un poco por ello.
“…”.
Exhalando un único suspiro, Luise deja la taza vacía y
se levanta del sofá. Ahora que lo piensa, esa taza de café de porcelana era
parte de un juego que su padre descubrió en un navío antiguo de Bayern para su
adorada hija.
“Señorita”.
Cuando, por algún motivo Luise recorre con el dedo el
borde de la taza de café, el mayordomo, encargado de todas las labores de la
mansión, parece sentir la llamada y acude, dando por finalizado su descanso.
Cuando aparece, le hace una cortés reverencia a la
única hija de la casa.
“Su madre se ha levantado”.
“Iré a verla ahora mismo”.
El mayordomo pide una sopa de verduras calientes para
la madre y Luise se dirige a los aposentos.
“Buen día, madre”,
“Buen día, Lu”.
Su madre, aún en camisón, descansa relajada en una
silla del soleado balcón mientras la doncella le cepilla el cabello. Con un
gesto, despide a la doncella y Luise ocupa su lugar peinándole el cabello.
“Me pregunto si hoy habrá llegado alguna carta suya…”.
Su madre se pregunta, mientras contempla el jardín
distraída. Moviendo la cabeza, Luise aparta hacia atrás su lindo cabello,
herencia de su madre.
“Como padre está tan ocupado…. Enviará una carta con
una foto del próximo lugar donde dará una conferencia la semana que viene”.
“Hay gente a la que no le gusta escribir cartas, pero
no es el caso. Él siempre escribe, pase lo que pase; ahora, que llame, eso es
otro asunto…”.
“Eso está claro”.
Luise suspira en silencio mientras asiente. Ha
repetido la misma conversación a diario.
Con la única obsesión de la desaparición de su marido
y viendo que nunca volvía a casa, la madre de Luise acabó por volverse
totalmente loca por la ansiedad.
Ha logrado convencerse de una cosa: su marido se
encuentra en Estados Unidos para dar una conferencia en una convención
académica. Además, siempre cree que acaba de salir de viaje hacia allí, y no
hay quien le convenza de lo contrario.
Por eso, lleva más de medio año preguntándole cada
mañana a Luise si ha recibido carta de su marido, y ella siempre le contesta
del mismo modo.
No puede evitar pensar que probablemente sea un
espectáculo lamentable. Disgustada por las ideas negativas que le surgen sobre
el probable patetismo de su situación, sin sentir el más mínimo asomo de
tristeza, cambia de tema de conversación:
“Madre”.
“¿Sí?”.
“Estaba pensando en irme de viaje con unos amigos”.
“¿De viaje, dices? ¿Cuánto tiempo?”.
“Unas dos semanas”.
“¿Y que amigos son esos? No será un chico, ¿no?”.
“Para bien o para mal, me temo que aún no tengo amigos
de ese tipo”.
Aunque su madre ha perdido el juicio por la
desaparición de su marido, Luise no puede evitar burlarse de esos comentarios,
que nunca van a cambiar.
“Entonces puedo ir, ¿no?”.
“Ya sé que contigo puedo estar siempre tranquila. De
acuerdo, que te la pases bien”.
“Danke, madre”.
Luise recoge el cabello de su madre con una cinta,
mientras se disculpa para sus adentros por mentirle.
“Perdóname madre. Tu hija no va de viaje, sino a
pelear…”.
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